Vivir como resucitados es el reto que nos propone san Pablo en la primera lectura: «si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios». De eso se trata, de aspirar a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Esto conlleva una nueva forma de vivir, donde de hecho le damos a las cosas el valor que tienen. No es que devaluemos ninguna de las cosas de este mundo que pasa sino que precisamente por esto nos damos cuenta de que hay que esforzarse por lo que no pasa, por lo que es duradero. El bautismo del creyente es un morir con Cristo, ser sepultados con Cristo y resucitar con Cristo y desde entonces nuestra vida, como dice el apóstol, está oculta con Cristo en Dios, y eso significa que el mundo no va a entender, al menos del todo, la vida los cristianos.
Para nosotros el cielo ya ha empezado aquí en la tierra aunque lo que vivimos solo sea una promesa de algo mejor, un germen, una esperanza, pero eso sí, una esperanza que no defrauda.
Vivir con Cristo es ya gozar anticipadamente de lo que será eternamente el cielo junto a él, y por eso, las cosas de este mundo que pasan son relativas, y como diría san Ignacio, tanto debo usar de ellas, cuánto me ayudan a llegar al fin para el que fui creado; en tanto en cuanto me ayudan para llegar al cielo porque me ayudan a vivir esta novedad que Cristo nos trae.
Esto es pues lo inteligente: elegir con alegría una vida pobre antes que una opulenta, una vida convertida antes que una vida divertida, una vida verdadera antes que una vida de fachada y de apariencia.
Muchas veces, al volver de experiencias misioneras en las que he podido compartir la vida y la fe con hermanos que viven en situaciones de mayor precariedad económica y en un estado de mucho menor bienestar social, me he hecho la siguiente reflexión: es evidente que Dios nos quiere a todos, pero visto lo visto… ¿Cómo no va a tener a estos como los preferidos de su corazón?
El pobre del evangelio al que Jesús llama bienaventurado es aquel que ha puesto su confianza solo en Dios y todo lo que tiene, sabe que lo ha recibido de él y todo lo espera de aquel que sabe que no le va a defraudar, su Padre del cielo.
Cuando uno está satisfecho y se ha saciado de todo, muy fácilmente se instala en su propia y falsa autosuficiencia y olvida aquello que de verdad podría saciar su insatisfecho deseo infinito. Por eso… dichosos los que tienen hambre, un hambre que no es meramente material, sino sobre todo de Dios y de su palabra. Y ante el mal que asola este mundo es evidente que no se puede comparar al que lo causa con el que lo sufre. Aunque aparentemente el triunfo sea del que causa el mal y la derrota del que lo padece; en realidad sucede justamente al contrario. De hecho, la mayor alegría que podemos anhelar es compartir con Cristo su propio destino de cruz y gloria. Por eso, bienaventurados vosotros cuando os persiguen por causa de la justicia, dichosos vosotros cuando os identifiquéis con Cristo, ajusticiado en la cruz por amor.
Vamos a ser sinceros, probablemente nosotros seamos de los que se tienen que dar por aludidos cuando escuchan a Jesus decir: «ay de vosotros»… si es así, este es el momento de elegir el cielo, este es el momento de abandonarlo todo para elegirle a Él.